Era de alma débil, de esas almas que se contaminan de soledad los domingos, de esas almas que abrazan sueños que acaban al despertar por la mañana, y no logran soltarlos durante todo el día. De esas almas en las que quedan grabadas las heridas. Pero tenía la habilidad de sonreír ante la más mínima e insignificante cosa bonita que la vida le presente y así andaba, sonriendo por todos lados, ocultando la fragilidad de su alma.
No conocía el punto medio, nunca lograba encontrar el equilibrio, su existencia consistía en permanecer en los extremos, se reía a carcajadas sintiéndose plena o lloraba con hipo hasta quedarse dormida. Las cosas le entusiasmaban con gran intensidad o no le interesaban en absoluto. Se enloquecia con sus pasiones pero ignoraba por completo todo aquello que para ella no tenía importancia. Escucharla hablar era una aventura interminable donde las palabras eran castillos que a su vez contenían miles de otras palabras, haciendo constantes semiosis infinitas, eternas ramificaciones de historias entrelazadas.
Su vida era el reflejo transparente de su cabeza desorganizada, de sus pensamientos dispersos, de su distracción permanente. Vivir para ella era existir en el preciso instante momentáneo, en la efímera espontaneidad de cada minuto. No comprendía por qué su realidad tenía una velocidad diferente que otras realidades. No podía sentarse a esperar a que las cosas pasen, ella siempre tenía que hacer que pasen. Era caos, un caos que lograba transformarse en poesía.
Chari Ahumada.-