Desde niña, mi mayor característica ha sido la sensibilidad de mi alma.
Siempre fui de esas personas a las que el profundo sentir las atraviesa, de esas almas que se nublan de soledad los domingos, de esas almas a las que les quedan grabadas las heridas, de esas almas que lloran con hipo hasta quedarse dormidas.
Mi alma, tan frágil como el vidrio de una copa de cristal, se quiebra en pedazos, y mis lágrimas son la explosión de los cristales de mi alma, que bailan tango en mis mejillas al borde del abismo. Mis lágrimas inundan mis ojos, un océano de mariposas se siente.
Mis lágrimas son de esas que no tienen vergüenza, que se asoman sin avisar, que te sorprenden inesperadamente, inexplicablemente. ¿Quién puso ahí mis lágrimas si yo estaba bien? Y de repente… PUM: florecen. Ellas son el reflejo de la sensibilidad de mi alma.
Me conmueven las historias de amor, el dolor de otros. Me conmueve la mirada dulce de un anciano y también la de un niño. En bodas de personas que ni siquiera conozco, mis ojos se ahogan en lágrimas de sal, de la emoción, de la ternura; mi corazón se estremece.
La risa de mis padres, los recuerdos más lindos de la vida, esos que se dibujan en la mente y queremos abrazar, deseamos volver a estar ahí. Lo pienso y de inmediato empieza a picarme la nariz, avisándome que se vienen mis lágrimas. Puedo parecer débil, pero la fragilidad del alma es, para mí, el grado humano que tenemos en la sangre, ese grado de sentir la vida con mayor intensidad. Somos algunos pocos los que tienen este poder, capaces de crear un mar de las infinitas lágrimas de sal que hemos desparramado a lo largo de nuestra vida, cargadas de historias, de dolor, de amor y desamor, de hermosos recuerdos y terribles pérdidas, de heridas abiertas y algunas ya inexistentes. Todas las lágrimas, pequeñas casi imperceptibles, abrazan historias inmensas.
Chari Ahumada.